
Aquella noche, al despertar, Lapso Martínez sintió que las manos le temblaban. Había soñado con una risa que lo perseguía por los pasillos recónditos de su casa, y estaba a la vez en todas partes y en el interior de su cabeza. Cuando sonó el timbre del teléfono, ya llevaba horas desvelado. Descolgó, y tuvo la impresión de que desde el otro lado del auricular soplaba un viento gélido.
—¿Diga?
Le respondió aquella voz como cristales rotos, que ya conocía.
—Aquí Paul Sanders, amigo mío. Supongo que no ha olvidado nuestra cita de hoy.
—Por supuesto —Lapso procuró que su voz no delatase el escalofrío que ascendía sus vértebras—. Ya tengo listas las doce leyendas que me encargó. Y usted, ¿tiene preparado el pago? Una risa.
—Claro, claro... Siempre y cuando quede satisfecho con el resultado.
Atienda: nos encontraremos a las doce en la cruz de la Rauda, bajo el Cerro de San Miguel. No se retrase.
Se cortó la comunicación. Lapso dio varias vueltas en torno a su escritorio, sobre el que descansaba la torre de papel con sus leyendas: El vórtice de la botella, La casa con dos puertas... “Aquí acaba todo”, se dijo, intentando infundirse ese valor de los resignados, “de un modo u otro”. Se vistió con su gabardina y su sombrero mascota; despertó con una caricia a Bacon, que dormía ovillado a los pies de su cama. Salieron los dos a la calle. Lapso caminaba sonámbulo, atravesaba la ciudad como si las casas y las torres, los jardines umbrosos, estuviesen hechos de la materia inestable de los sueños. Al pasar junto al Paseo de los Tristes, le pareció que desde el Darro lo miraba un pez naranja. Subió luego por la Cuesta del Chapiz, se perdió en las callejas que escalaban el cerro. Se encontró, por fin, bajo la Cruz de la Rauda, con su virgen desgastada, asimilada a la roca, alumbrada por un par de faroles pálidos. Unas señoras tomaban el fresco en unas sillas de playa, bajo una parra. Las saludó: “buenas noches”, y ellas se abanicaron, impasibles.
Lapso se sentó a esperar bajo la cruz. Cuando en las campanas de la ermita tocaron las doce, escuchó a las señoras que recogían aprisa sus asientos y desaparecían tras la puerta de una casa; luego el gruñido quedo de Bacon. Se dio la vuelta: en el límite de luz de los faroles había aparecido un hombre bajo, arrebujado en una capa española y un chambergo negros. No podía verle la cara, pero supo que sonreía.
—Usted es el hombre del tren de noche...
—Por supuesto —dijo Sanders —, me gusta vigilar de cerca a mis amigos... Y mis inversiones. Es lo más juicioso, ¿no cree?
—Y en la barraca de Bacon, la mano que me tendió el mechero...
—Yo siempre ando cerca, queridísimo Lapso. Siempre a un paso de todos los hombres y mujeres, pero nunca en la dirección en que miran.
—Sanders se inclinó hacia el perro con intención de acariciarlo, pero el animal se ocultó entre las piernas de Lapso, con las orejas gachas.
— En fin, procedamos con el negocio que nos ocupa, ¿le parece?
Lapso sacó de debajo del brazo las cuartillas con las leyendas reunidas. Sanders tomó un cigarro de su pitillera de plata, lo encendió, iluminando su rostro fantasmal con el resplandor rojo de la lumbre. Fue pasando las hojas, deteniéndose de vez en cuando para torcer una sonrisa o sacudir la cabeza, pensativo. Al llegar a la última arqueó una ceja.
—Aquí solo hay once leyendas, y yo le pedí doce. Doce tareas, doce meses, doce apóstoles... ¡El número debe ser doce!
Lapso tragó saliva.
—Yo soy la doceava leyenda.
El cuerpo de Sanders pareció entrar en ebullición bajo la sombra insondable de su capa.
—Explíquese.


—Soy un hombre que vive de noche, dedicado a investigar seres imposibles y misterios sobrenaturales. Nunca he visto el sol, salvo en las películas; mis amigos son fantasmas, lémures, hechiceros frustrados. ¿Qué otra cosa puedo ser, sino un sueño más de la Granada dormida?
Sanders consumió su cigarro entero en una aspiración dubitativa. Escupió luego una densa neblina que ocultó la plazoleta entera; al cabo de un rato Lapso lo escuchó reír, invisible.
—Muy bien, muy bien. El asunto queda zanjado, entonces. Lapso Martínez, investigador de lo oculto, será mi última leyenda.
Y luego unos pasos que se alejaban, dejando la plaza sumida en el silencio. Lapso se revolvió, inquieto.
—¿Y mi pago, Sanders? ¡Cumpla lo acordado!
Una mano blanca, casi translúcida, rompió el velo de la niebla con el índice extendido y rozó su frente, un centímetro por encima del entrecejo. Lo último que Lapso escuchó fue el aullido lastimero de Bacon que lo sentía irse, antes de caer al suelo. Durante unos instantes todo fue una oscuridad ocupada de formas que se arrastraban y siseaban en la sombra. Después se vio a sí mismo, aunque ya no tenía ojos, tendido a los pies de la Cruz de la Rauda, y a Bacon que olisqueaba desesperadamente su rostro. La silueta de Sanders había crecido y se confundía con la noche, abrió su capa llena de estrellas y sacó de ella una botella verde de cerveza. Escuchó su voz como un trueno: “¿La reconoces?” Y de nuevo su risa, su risa mientras le apuntaba con el cuello infinito de la botella. Lapso quiso gritar, pero ya no tenía pulmones, ni aire, ni garganta; y el vórtice se lo tragó en silencio.
Desde el otro lado del vidrio vio como Paul Sanders subía la escalera de hormigón que conducía a la ermita de San Miguel Alto y las casas trogloditas excavadas en la colina. Se desvió por un sendero que serpenteaba hacia una de las casas, abandonada, rodeada por una alambrada y un cartel pintado en rojo a la puerta, en el que se leía: “Los que entráis, abandonad toda esperanza”. Sanders caminó por las habitaciones desiertas y húmedas de la casa, hasta llegar a unas escaleras de caracol que se hundían en un abismo circular. Junto al primer escalón colgaba un farol de vela, creando una tenue burbuja de luz a su alrededor. Sanders lo cogió y comenzó a bajar, bajar, bajar... Atravesaron grutas con paredes de diamante, estratos arqueológicos que iban apilando las civilizaciones unas sobre otras ante sus ojos, y grandes osarios de animales prehistóricos. Las escaleras se sumergieron en el mar interior de Granada, y a través de unos ojos de buey vieron a las ballenas ciegas nadando, indolentes, en el agua negra. Bajaron hasta que los escalones de piedra empezaron a fundirse y el aire se convirtió en gas sulfuroso que dibujaba extrañas formas vivas. Luego vinieron los gritos, la música de máquinas inmensas, de ruedas, potros, cadenas. Habían llegado al infierno.


Sanders dejó la botella sobre un altar de piedra. Lapso rebuscó entonces entre los bolsillos innúmeros de su gabardina, tratando de encontrar algo que pudiese sacarlo de allí... En el suelo liso de vidrio fueron desperdigándose, inútiles, los viales de agua bendita, las palancas y ganzúas, los manuales de exorcismo, las estacas, las balas de plata, los crucifijos y reliquias de santos. Del último rincón de la gabardina, un pequeño compartimento interior cercano a su pecho, sacó el anzuelo de hueso que Sol había encontrado en la playa subterránea. Lo apretó en su puño, y sin perder tiempo comenzó a horadar en la pared de la botella.
Durante milenios, Lapso excavó micra a micra en el vidrio mientras los ojos gigantescos de Sanders lo observaban como a un raro escarabajo clavado en la plancha de su insectario, y mostraba sus dientes como estalagmitas y estalactitas en risotadas que provocaban terremotos en la superficie. No dormía, no sentía hambre. El tiempo quedó reducido a un instante repetido hasta la náusea: agachado, Lapso arrancaba pequeñas lascas a la pared, atenazado por el terror de que la punta del anzuelo se rompiese. Al cabo, notó que las llamas y los gritos iban apagándose, que los ojos fijos de Sanders mostraban signos de cansancio, hasta desvanecerse. Había pasado tanto tiempo que el infierno se vaciaba. Por fin, se apagaron los grandes hornos: ya no quedaban almas que torturar, todas las deudas habían sido saldadas. Hasta la última condena quedó cumplida, y sin embargo él continuaba allí, olvidado por los ciclos universales. Pensaba en Granada, en Sol; temía que su memoria las hubiese deformado, que de hecho ya estuviesen perdidas para siempre porque la Sol y la Granada que recordaba fuesen erróneas, incluso opuestas a las que había conocido. ¿Pero cómo estar seguro, no había inventado sus leyendas para engañar a Sanders? ¿Y si también hubiese inventado a Sol y la ciudad? Él era el prisionero de la botella, nada más; había nacido en su interior y no podía concebir una vida diferente.


Un día notó que el anzuelo dejaba de arañar el vidrio: su mano estaba fuera. Una grieta atronadora fue extendiéndose como un árbol por la superficie de la botella, hasta hacerla estallar. Durante unos instantes Lapso sintió el pavor de la libertad, del espacio abierto que volvía a recibirlo. Después se atrevió a dar unos pasos dubitativos entre los pedazos de su prisión; caminó por aquel infierno frío, lleno de vapor y ceniza. Cuando vio la escalera de piedra, recordó y echó a correr. Ascendió como un rayo las cámaras secretas del subsuelo, el mar interior en cuyo fondo se depositaban los esqueletos de las ballenas, y por fin lo cegó la luz. La luz...
Se detuvo en el umbral de la caverna que en tiempos había sido una casa troglodita, en la loma del Cerro de San Miguel, desde donde podía verse toda Granada. Pero Granada había desaparecido. En su lugar, un interminable bosque de encinas y olivos había reclamado las colinas por las que subían y bajaban las calles imposibles, los palacios, las iglesias. Ya no había nada. El Darro había excavado una garganta que se perdía entre la espesura, no quedaban signos de vida humana. A los pies del cerro, Lapso se encontró con una roca de formas extrañas: era la Cruz de la Rauda, deformada por milenios de intemperie, devuelta también a la naturaleza. Lapso se arrodilló ante ella, comenzó a escarbar en la tierra blanda, apartando restos de adoquinado, huesos, pedazos de azulejo. Por fin encontró su cuerpo, todavía dormido, arropado por el manto de la litosfera; y a su lado Bacon que gemía, aburrido por la larga siesta. Lapso respiró aliviado y, con la suavidad de los que vuelven a casa tras un viaje, se dejó caer al interior de su cuerpo.
Entonces despertó. Sintió la quemazón del sol, el sol verdadero, en su mejilla. Tuvo que taparse los ojos porque la claridad era dolorosa. Estuvo a punto de desmayarse por la náusea que le causaba todo ese brillo. Se levantó del suelo, durante unos minutos se limitó a escuchar: pasaba una moto, unos niños jugaban. Luego una voz que preguntaba: “disculpe, ¿se encuentra bien?”. Lapso alzó la mirada, y por primera vez en su vida vio un rostro a la luz del día. Se le saltaron las lágrimas. Acertó a decir: “sí, sí, todo bien... Pero dígame, ¿qué hora es?”. “Pues las diez”, murmuró el otro, y sin demorarse en más palabras Lapso echó a caminar por las calles nunca vistas, seguido del trote eufórico de su perro. Pasó frente a la iglesia de San Luis y el Aljibe de la Vieja, callados, como si ahora fuesen ellos los dormidos; por la ribera del Darro, que le pareció un hábitat imposible para una sirena, y luego por la Cuesta de Infantes hasta la casa de la Calle Alamillos, despojada de su aura fantasmal. Aún se desvió para pasar por el lavadero de la Puerta del Sol, en el que no vio rastro de Jeremías.
Conocía por primera vez la ciudad diurna, en la que las puertas al otro mundo están cerradas y no caben los fantasmas ni el diablo. Por fin bajó por la Cuesta del Realejo sin detenerse en su casa, hasta la Plaza de Fortuny. Allí, en su mesa de siempre —aunque no podía ser la suya, porque esta era su versión luminosa— vio a Sol que leía un libro de poemas y dejaba enfriarse su café. Se detuvo frente a ella, esperando a que levantase la vista del libro. Cuando finalmente lo hizo, se sonrieron lo bastante como para hacer arder el mundo.
—Por fin —dijo Sol—. Ya empezaba a preocuparme.
