
Conoció al padre Agustín —alto, aguileño, algo encorvado— años atrás, en el transcurso de una sesión de espiritismo en casa del bibliófilo Pedro Valdés, desaparecido misteriosamente desde hacía meses. Se cayeron bien, aunque Lapso no habría llegado tan lejos como para afirmar que se habían hecho amigos. Así, la noche que se celebró el entierro simbólico de Valdés, no dejó de sorprenderle que el padre se le acercara con aire de confidencia mientras salían del cementerio de San José, ristra de sombras entre cipreses y lápidas.
—Me han dicho que usted se ocupa de asuntos extraños, Martínez, y que es capaz de guardar un secreto —dijo.
Lapso asintió.
—¿De qué se trata?
—Seguro que conoce la iglesia de San Luis, en el Albaicín alto, que está en ruinas desde los años treinta. Pues verá, llevo mucho tiempo investigando al respecto y tengo motivos para pensar que, en esa iglesia, olvidada por todos, permanece todavía una antiquísima talla de San Cebadio, patrón de los vinateros y cerveceros, a la que se le atribuían cualidades milagrosas... Según testimonios de la época a los que he tenido acceso, no sin dificultades —Agustín sonrió con la avidez de los coleccionistas—, la estatua se movía en fechas de cosecha, y si se le dejaban en ofrenda vasos con alcohol, la talla alargaba sus brazos de madera policromada y se los echaba al gaznate.
Lapso no pudo evitar una carcajada que atrajo las miradas airadas de los asistentes al entierro.
—¿Se ríe? —preguntó el padre, igualmente contrariado.
—No porque no crea que la estatua se moviese... Pero ya sabe que muchos de esos cristos y santos milagrosos tenían articulaciones metálicas secretas en sus cuerpos, y que así daban la impresión de moverse por voluntad propia; e incluso se les implantaban calabazas llenas de líquido que se conectaban a las heridas de los crucificados y los mártires mediante tubos, para hacer que sangrasen.
—Claro, claro—Agustín se acarició la punta afilada de su nariz —, pero incluso si el San Cebadio es solo un ingenioso autómata, ya merece la pena hacerse con él, ¿no cree? Eso es lo que me gustaría que hiciese por mí: ir a San Luis, descubrir si el santo sigue allí y, en ese caso, traérmelo.
Ya dejaban atrás la tapia del cementerio y su inframundo de mármoles, entraban en las callejas del Realejo. Lapso frunció el ceño.
—¿Por qué no va usted mismo?
El padre esbozó una sonrisa oblicua.


—Bueno, en caso de que la talla resulte ser, en efecto, milagrosa, mejor que se encargue un experto en estos asuntos. Además, como usted comprenderá, no puedo arriesgarme a que en el obispado se enteren de que voy allanando propiedades de la Iglesia.
Y le guiñó un ojo.
Unas noches después, Lapso subía por la larguísima calle de San Luis, cargando con su equipo de apertura de cerrojos y puertas. Parecía atrapado entre la noche inalcanzable y las casas bajas, espectrales, que formaban un estrecho laberinto a su alrededor. De improviso se materializaron, frente a él, el campanario de ladrillo y la nave hueca, descarnada como el esqueleto de un inmenso animal marino. Una puerta de metal, cerrada, era la única abertura en la pared ininterrumpida. Le sorprendió un felpudo, negro de humedad, que algún bromista había colocado allí precisamente. “Manos a la obra”, se dijo, pero antes de que empezase a trabajar con la ganzúa escuchó unos pasos en el interior. Su primer pensamiento fue que se trataba de una aparición. Pegó el oido a la puerta: una llave daba vueltas en la cerradura. Apenas tuvo tiempo de correr a desvanecerse en la oscuridad de un portal, antes de que saliese de las ruinas un hombre, que alisó cariñosamente el felpudo y echó a andar, tambaleándose, calle arriba. El tipo vestía unos vaqueros raídos, decolorados por el uso, camiseta y una chaqueta que se expandía, desmesurada, sobre su cuerpo raquítico. La cara apenas se le veía, devorada por una salvaje barba castaña y pelambre de ermitaño. Estaba claro que aquel hombre vivía en la iglesia abandonada. Lapso pensó en entrar mientras el “okupa” estuviese fuera, pero la presencia de aquel inesperado inquilino le fascinaba; y además podría preguntarle directamente por la estatua, sin necesidad de forzar la entrada en San Luis. Decidió seguirle.
El hombre se dirigió primero a la Plaza Larga. Llevaba al hombro un cilindro de cartón con decenas de pulseritas de cuero, engarzadas con conchas y cuentas de plástico. Lapso vio de lejos como recorría, como un sonámbulo, las terrazas de los bares ofreciendo las pulseras. Al cabo de horas de un vagabundeo circular, interminable, por todas las plazas del Albaicín, se detuvo a contabilizar las ventas de la noche. Sonriendo, inició el regreso. Pasó frente a un colmado, se detuvo; como si luchase contra un impulso apremiante, sopesó las escasas monedas que tintinearon en la palma de su mano, sin decidirse a entrar en la tienda. Viendo su oportunidad, Lapso se acercó.
—¿Quiere que le invite a algo?
Entre la maraña de cabellos apareció una sonrisa luminosa.—Pues a unas cervecitas, si puede ser.
Unos minutos después, Lapso salía con unas latas de cerveza; se las dio al hombre que sugirió, con un hilo de voz:
—¿Me acompañas?
Caminaron juntos, sin dirigirse la palabra, a través de callejas cada vez más enrevesadas, hasta que se encontraron en una plazoleta recóndita, con un aljibe que parecía flotar en el bulbo anaranjado de un farol, y un árbol curvo a su lado. Lapso se quitó su sombrero, como si acabase de entrar en un espacio sagrado.


—Este es el Aljibe de la vieja —dijo, con el temblor de la emoción.
—¿Habías oído hablar de él?— le preguntó el vendedor de pulseras.
—Por supuesto. Este es el escenario de una extraña leyenda granadina: solía haber aquí una huerta propiedad de una mujer llamada María “la Tomillo”, en el que crecía una higuera que daba higos dulcísimos, famosos en toda la ciudad. “La Tomillo”, sin embargo, era una avarienta que odiaba que la gente entrase en su jardín a comerlos, así que hizo un trato con el diablo para volver amargos los higos. Así ocurrió, y al poco la mujer apareció muerta. Desde entonces se decía que la sombra de María se aparecía cada noche, al tocar las doce, y bailaba alrededor de su higuera maldita, y salía del fondo del aljibe para ofrecer a los niños higos de oro y diamante. Al amanecer se transformaba en búho y escapaba de la luz diurna.
—No me extraña nada —comentó el hombre—. Al diablo le encanta Granada.
Apoyado en el árbol, con el resplandor del farol formando un nimbo dorado sobre su cabeza, el vendedor abrió una de las latas, le dio un sorbo con extraordinaria lentitud. Suspiró.
—Me has salvado la vida, compadre.
—¿No te alcanzaba el dinero?
—No es eso... —dudó un instante, luego se encogió de hombros y bebió otro trago—. Pero es que estoy ahorrando para arreglar mi iglesia.
—¿Tu iglesia?
Asintió.
—Me llena de tristeza verla en esas condiciones, y no sabes lo que es vivir entre esas paredes derrumbadas. Es solitario, silencioso, como... Como habitar las ruinas de un sueño.
—Entonces vives en la iglesia de San Luis.
El otro volvió a asentir.
—Ha sido mi casa durante muchos años, y me gustaría devolverle su forma original, volver a tener visitas... El problema es que no puedo ahorrar —Se giró de repente, clavando sus pupilas en Lapso —. Lo poco que gano cada noche me lo gasto en cerveza, o en vino. Por cierto, ¿quieres una? Las hago yo mismo.
Le mostró una pulsera de tiras de cuero y suaves conchas blancas. Tras darle un billete, Lapso la dejó caer al abismo de sus bolsillos.
—¿Por qué bebes, entonces?
Se encogió de hombros.
—No podría no hacerlo. Es algo natural en mí, irrefrenable. Antes las visitas me traían alcohol, pero ahora tengo que salir a buscarlo.


Comenzaba a crecer una sospecha, todavía informe, en lo profundo de la mente de Lapso. Ahora, más que nunca, sentía interés por entrar en las ruinas de San Luis.
—Creo que me gustaría ver tu iglesia —propuso.
Le pareció que los ojos del hombre se humedecían de lágrimas. Murmuró: “Por fin, una visita”.
San Luis no quedaba lejos. Cuando llegaron a la puerta de metal, el hombre se limpió los pies en el felpudo; Lapso lo imitó, inútilmente: al otro lado pisó un suelo de tierra y escombro. Merodeó por la jungla de arbustos y hiedra que crecía bajo los arcos desnudos de la nave, por los altares vacíos, buscando la supuesta talla milagrosa. Por fin, tras una adelfa que crecía despiadada, encontró los restos de una capilla lateral, y un candelero de metal donde hileras de velas esperaban el fuego. Frente al candelero, en un nicho, Lapso vio una peana de madera dorada en la que se leía: San Cebadio, pero la talla se había volatilizado. A los pies de la peana, revuelta, criaba polvo una toga multicolor. Lo sobresaltó la voz del hombre, suplicante, a su espalda.
—¿No encenderás una vela?
Se volvió. El vendedor de pulseras lo miraba con un asomo de desesperación. Lapso buscó un paquete de cerillas —había renunciado por completo al uso de encendedores— y prendió una de las mechas. Escuchó un suspiro de alivio tras él.
—Gracias.
Inmediatamente se encaró con el hombre. Lo dijo casi como si le lanzase una bofetada:
—No me has dicho tu nombre.
El otro sonrió, inocente.
—Cebadio, claro.
Lapso, aturdido, se despidió de él y corrió al exterior de la iglesia. Tomó varias bocanadas de aire frío antes de volver, al trote, a su casa. A la mañana siguiente telefoneó al padre Agustín, que no descolgó. Dejó un mensaje en el contestador: “Olvide la talla, está desaparecida; pero convenza al obispado de que restauren la iglesia de San Luis. Es triste verla en ese estado, como caminar por las ruinas de un sueño”.
