
Su amigo, el pintor Molina, había muerto. Lapso no supo de qué, no se atrevió a preguntar; había ocurrido de la noche a la mañana, un fallo inesperado en ese mecanismo blando que es el cuerpo y Molina ya había tenido que abandonar el mundo antes de tiempo, como un niño al que sus padres vienen a recoger a mitad de una fiesta de cumpleaños. ¿Para ir adónde? Lapso no quería pensarlo. Imaginaba una noche infinita, como su propia vida, pero sin la presencia luminosa de Granada. Imaginaba que, como pensaban los celtas, al morir se nacía en otro mundo que era una versión perfectamente simétrica de éste, y al morir allí volvería a nacer aquí, y así sucesivamente sin principio ni final. Recordó, mientras caminaba a toda prisa, casi corría, por las calles de la ciudad, el comentario que el gnóstico Fidelio pone en boca de Lázaro después de ser resucitado por Jesucristo: “¿Cómo era la otra vida?”, le preguntaron. “No muy distinta de esta”, respondió él, tranquilo, quizás algo decepcionado. De repente, las hondas campanadas de la medianoche sobresaltaron a Lapso, arrancándolo de su neurosis. Miró hacia arriba; había llegado, sin saber cómo, a los pies de la catedral. Suspirando, se dejó caer contra el muro de la Curia, con su sombrero calado hacia abajo, sumergiendo su rostro en la sombra.
Un movimiento furtivo en la verja que rodeaba las puertas de la catedral le hizo levantar la cabeza. Le pareció que veía a unas figuras removerse, inquietas, bajo los pórticos erizados de santos. Se acercó, cauteloso. En efecto, una larguísima hilera de personas, tanto hombres como mujeres, ancianos, jóvenes, incluso algún que otro niño, daba la vuelta al templo, perdiéndose tras sus esquinas. Sin saber qué hacer, Lapso se detuvo a observar la sucesión de rostros grises que guardaban la cola, inasequibles al desaliento de lo que parecía una espera eterna. Algunos apretaban los dientes, impacientes; otros miraban a su alrededor, pasmados, como si no supiesen dónde se encontraban, ni qué se esperaba de ellos. Incapaz de contener su curiosidad, Lapso se acercó a una señora que rebuscaba ávidamente en un diminuto monedero de tela. Carraspeó.
—Perdone, señora, ¿para qué es esta cola, exactamente?
La mujer lo miró con una sonrisa borrosa.
—Pues para comprar el billete, hijo.
—¿El billete? —insistió Lapso.
—Sí, hombre. Para el tren de noche.
Le dio las gracias a la mujer, aún más confuso que antes. Echó a andar siguiendo la cola que se internaba por la calle Pie de Torre y luego giraba, siempre paralela a la catedral, hasta llegar al pasaje Diego de Siloé. Allí, frente a un banco enmarcado por dos cipreses, en un recodo del ábside, se diluía la fila. Lapso dio la vuelta a las últimas personas expectantes; se detuvo en seco. Sentado en el banco se encontraba el viejo Jeremías, con un saco de tela abierto en un meandro de su barba blanca que se desparramaba por el suelo.
—El sonido de tus pasos es inconfundible, Lapso, amigo mío —lo saludó Jeremías, sin volverse en su dirección—. ¿Qué es lo que buscas? Todavía es pronto para que vengas a comprarme un billete...


En el interior del saco iba creciendo una montaña de monedas de todos los tamaños y colores: céntimos cobrizos, euros plateados y dorados, monedas agujereadas, cuadradas, triangulares, antiguas, contemporáneas... Las personas que esperaban en la cola exploraban sus bolsillos en busca de la más heterogénea calderilla, que luego arrojaban al saco al llegar frente a Jeremías. Éste sonreía con cada tintineo, cortaba un billete y se lo entregaba al comprador, que se apartaba, con cara de alivio, y se unía a un etéreo y feliz grupo de viajeros que esperaban al otro lado del banco.
—Mi amigo Molina ha muerto, Jeremías —dijo Lapso, sin saber por qué, con la mirada fija en el suelo.
El viejo soltó una carcajada herrumbrosa.
—Ya veo. Y ahora te gustaría echar un ojo al otro lado de la cortina, ¿no? Para salir de dudas —Lapso parpadeó, sin comprender—. Bueno, creo que se podría hacer una excepción. Y solo porque se trata de ti, ¿eh? Porque te aprecio.
Se levantó, apoyando su cuerpo tembloroso, arcaico, en su bastón de puño de plata. Cerró el saco y se lo echó al hombro. Un coro de protestas se elevó entre los que todavía esperaban en la cola, pero Jeremías los silenció con una sola palmada de sus manos huesudas: “A callar. Otro día será”. Luego se dirigió hacia la Gran Vía, seguido por todos lo que habían podido conseguir un billete y Lapso, que ya no podía irse sin ver en qué paraba todo aquello.
Al salir a la avenida, desierta de coches y caminantes, Lapso se volvió a mirar a la procesión que les seguía, silenciosa, bajo el parpadeo de las farolas. Se fijó en un hombre vestido elegante, con frac y una pajarita negra que resaltaba la lividez de su rostro. El tipo le sonrió, y Lapso se animó a acercarse a él. Le preguntó, con aire de secreto:
Se encogió de hombros.
—Hay que ir, aunque no se sepa adónde. Qué remedio. Yo no creía en estas cosas, ¿sabe? Pero el mundo es un lugar extraño. Menos mal que alguien avisado me metió unas monedas en el bolsillo, que si no...
—¿Qué pasa si no se tienen monedas?
—Que no puedes comprar el billete y te quedas en la ciudad hasta que alguien te de algo de calderilla, y eso es difícil porque las costumbres antiguas se pierden... Ya nadie piensa en estas cosas.
Lapso asintió y se alejó lentamente de aquel hombre que no parecía estar en sus cabales. Volvió junto a Jeremías, que guiaba a la comitiva con una seguridad sobrenatural, sin dudar del camino a tomar en ningún momento. “Para encontrar lo invisible, hace falta un ciego”, murmuraba. Entraban en la Granada de las avenidas y los bloques de pisos, extrañamente desolada a esas horas, silenciosa y grandilocuente como un mausoleo. Al cabo de un rato Lapso divisó, al final de una calle arbolada, un edificio hinchado de luz en la periferia dormida de la ciudad. Era la estación de tren, abierta de par en par, abandonada. Pasaron, sin detenerse, junto a la cafetería, la tienda de periódicos y novelas de misterio, el puesto de venta de billetes, que se les ofrecían iluminados y fantasmales. Salieron al andén número uno, donde los esperaba un tren vacío, desvencijado y listo para partir. Lapso dejó pasar a los que habían comprado el billete. Cuando subió las escalerillas del compartimento, se volvió hacia Jeremías, que se quedaba en el andén.
—¿No subes?
Jeremías sacudió la cabeza. Le gritó, justo antes de que las puertas se cerrasen de golpe:
—¡Hagas lo que hagas, no bajes del tren hasta que hayas vuelto a Granada!


—Oiga, ¿usted sabe adónde vamos?
El otro no dejaba de mirar al frente, pasmado.
—No, no. Me parece que nadie lo sabe con seguridad.
—Pero entonces, ¿por qué viene?
El tren se puso en marcha, y en unos minutos la estación quedó atrás, luego la ciudad, convertida en un lejano animal de luces y pulsos eléctricos.
Al poco, el vagón parecía volar a través de la oscuridad absoluta.Los viajeros habían ido distribuyéndose entre las hileras de asientos gastados de los que emergían, a través de desgarrones en la tela, volutas de relleno amarillo. Buscaban los rincones solitarios, eludiendo las miradas de sus compañeros de viaje. Lapso se sentó junto a una ventanilla, fijo en el paisaje inmutable. Sobre el cristal, sin embargo, fue creciendo una figura blanca, una luna porosa en la que se abrieron, de improviso, dos ojos y el largo surco de una sonrisa. Lapso se dio la vuelta: junto a él, como materializado sobre el asiento, había aparecido un hombre bajo, cubierto con una capa española y un chambergo negros. Sacó del interior insondable de su capa una pitillera, se la ofreció a Lapso que alcanzó a ver, grabadas sobre la tapa plateada, unas floridas iniciales P. S. Rechazó los cigarros.
—¿Puedo ayudarle?
El hombre se encogió de hombros. Al hablar su voz sonó sibilante, desesperada como una sonata para violín de Tartini.
—No parece usted el tipo de persona que tomaría el tren de noche.
—No veo qué tiene de raro viajar en tren, sea de noche o de día —repuso Lapso.
—A los que usan este servicio no les queda nada que hacer allí atrás, ¿comprende?
Antes de que Lapso pudiese responder, sintió que el tren empezaba a aminorar la velocidad. Se pegó al cristal de la ventana. Al otro lado se veía un apeadero desamparado, definido solo por un farol que pendulaba, frágil, de un poste. Vio que varios viajeros bajaban y se perdían en la sombra salvaje más allá del halo protector del farol. Al momento el tren volvió a ponerse en marcha, haciendo desaparecer el apeadero.
—Un amigo muy querido ha muerto hoy... Ojalá pudiera preguntarle qué hay al otro lado de la vida —murmuró Lapso.
El hombre asintió, llevándose a los labios uno de sus cigarros.
—¿Qué cree usted? —preguntó.
Lapso se arrellanó en su asiento antes de responder, mientras al otro lado de la ventanilla se sucedían las estaciones vacías, con faroles que temblaban como náufragos en un océano de oscuridad, en las que el tren iba desangrándose de viajeros.


—Según la gnosis, este mundo es tan solo un peldaño en la escalera que debe recorrer un alma en su camino hacia Dios y la vida verdadera, de la que ésta es solo un pobre reflejo. El problema es que el número de mundos, o peldaños, oscila entre nueve y novecientas noventa y nueve veces novecientas noventa y nueve... Lo cual resulta un tanto descorazonador —suspiró —. Prefiero la idea de J. W. Dunne, que dice que al morir accedemos a todos los momentos de nuestra vida, condensados en un instante que flota más allá del tiempo. Así pasamos la eternidad: reviviendo nuestros recuerdos, reconstruyéndolos con la ayuda de la imaginación. Pero existen tantas visiones, tantas creencias, ¿cómo saber cuál es la verdadera? Si es que hay una verdadera...
El hombre del chambergo dejó escapar una larga serpiente de humo, se levantó y fue hasta la puerta. El tren volvía a aminorar la marcha, pero esta vez se detuvo frente a un paisaje de siluetas agudas, riscos tras los que parecía rugir una tormenta roja. Antes de salir, el hombre miró a Lapso.
—Todas pueden ser ciertas, amigo mío. Pero yo prefiero una versión algo más tradicional del más allá.
Luego se confundió con la noche, seguido de los últimos pasajeros que quedaban en el tren y que miraban al horizonte con un gesto de resignación. Uno de ellos se dio la vuelta. Por un instante, Lapso le vio la cara desde el otro lado de la ventanilla. ¿Era ese Molina? Se levantó, corrió hacia la puerta pero ya no quedaba nadie en el andén, tan solo la tormenta que rugía tras los peñascos. Iba a poner un pie en el suelo cuando recordó las palabras de Jeremías; lo dejó suspendido en el aire. Este segundo de duda bastó: el tren reanudó su viaje, las puertas se cerraron. Lapso volvió a su asiento en el compartimento, ahora vacío, y se confinó en sus propios pensamientos.
Cuando volvió a ver el cartel que anunciaba la estación de Granada, le pareció que habían transcurrido varias eternidades de viaje. Se atrevió a consultar su reloj: apenas pasaban tres horas de la medianoche. Al bajar no vio rastro de Jeremías. Atravesó apresuradamente el edificio, en el que ya no quedaba una sola luz encendida, perseguido por el eco de sus propios pasos.
