
Lapso leyó la página amarillenta que le mostraba su amigo Eugenio, biólogo y criptozoólogo aficionado, entre el aroma a documentos plastificados y medicamento que se respiraba en su salón. Ondina: Íctido marino que presenta una mitad superior humanoide —generalmente femenina— y una parte inferior animal, propia de un pez. Ovípara, de sangre fría. Su canto resulta embriagador. Lapso levantó la vista del libro, arqueó una ceja.
—¿Y qué es exactamente lo que decías que iba a resultarme tan interesante?
Eugenio empujó su silla de ruedas hacia la ventana, bajo la que discurrían paralelos el Darro y, al otro lado, el Paseo de los Tristes erizado de farolas.
—He hecho un descubrimiento sensacional, querido Lapso. Durante siglos, todos los bestiarios que ilustraban a la ondina, o sirena, han cometido el mismo fallo garrafal que ha dificultado tanto el estudio de estas asombrosas criaturas —Carraspeó, se ajustó sus gafas perfectamente circulares—. Aquí lo dice: “Íctido marino” ¡Pero ese es precisamente el error! Las sirenas, amigo mío, son criaturas de agua dulce. ¡Peces de río!
Lapso suspiró, se volvió hacia Bacon, que dormitaba, ovillado, a los pies del sillón en el que estaba sentado. Eugenio era un tipo agradable, pero a veces le podía la pasión por el mundo extraño que crece, como un alga, en el envés del nuestro.
—Y ahora me dirás que hay una sirena en el Darro y quieres pescarla para seguir tu investigación, ¿no? —sugirió Lapso —. Pero venga, Eugenio. ¿No ves que en el Darro no cabe una sirena? Apenas da para un renacuajo.
Eugenio sonrió, deleitándose en la incomprensión de su amigo.
—Ah, pero es que hay otra cuestión... Aquí —Retomó el libro— se dice que la ondina tiene un cuerpo dividido en dos mitades, una humana y otra de pez. Pero, y esto es una teoría que barajo desde hace años, ¿y si esa es una división simbólica que, hasta ahora, nos hemos tomado al pie de la letra? Puede que esa simetría bilateral del cuerpo de la sirena simbolice, en realidad, una dualidad vital, absoluta. Me explico: que la sirena es una criatura doble, a la vez pez y persona, que se debate entre esos dos estados periódicamente. Es decir, que a veces es persona y otras se metamorfosea en pez, y al revés.
Lapso se echó contra el respaldo de su sillón como si Eugenio le acabase de pegar un tortazo. Aquella era una teoría interesante. Sacó de su gabardina cuaderno y pluma, y empezó a tomar nota.
—¿Tienes alguna prueba?— murmuró.
—La tengo —El biólogo fue hasta un armarito de madera cerrado con un candado, lo abrió. En el interior había, ordenados con pulcritud mecánica, miles de fichas, dosieres cargados de papeles. Sacó todo un bloque y lo arrojó a los pies de Lapso—. Aquí están las observaciones diarias que hago del río desde hace años. He notado la presencia de una mujer en particular... No sé cómo se llama, no sé quién es. He tratado de hacer averiguaciones pero es verdaderamente escurridiza. El caso es que cada día trece del mes, en torno a la medianoche, la veo detenida en ese puente de allí, justo frente a mi ventana. Es pelirroja, va siempre vestida con un traje de fiesta, muy elegante... Unos minutos después, cuando está segura de que nadie la ve, se descuelga hacia la ribera, y allí la pierdo de vista. Pero siempre veo, al poco, un resplandor naranja en el agua, una liviana aleta caudal, un cuerpecito escamado que se aleja hacia la Fuente del Avellano, hacia la sierra.
A Lapso le pareció que Eugenio caía en algún tipo de ensoñación al hablar de la mujer y del pez naranja. Tamborileó sobre el brazo del sillón, esperando una reacción de su amigo. Al cabo de un rato decidió preguntarle directamente:
—Supongo que quieres mi ayuda para seguir a la mujer y ver si, en efecto, se transforma en pez.
El biólogo parpadeó, aturdido, al regresar de lo profundo de sus pensamientos.
—Sí... Exactamente. Y no solo eso. Si verdaderamente es una sirena, necesito que me la traigas —Señaló a la mesa del salón, donde descansaban una redecilla de pescar y un cubo de plástico—. Pero, en cualquier caso, sé delicado. Por favor.
—No te preocupes —respondió Lapso, armándose con la redecilla y el cubo—. Soy un profesional.


Era el día trece del mes, aunque aún faltaba media hora para la medianoche. Lapso salió de la casa de su amigo, en la Cuesta de la Churra, perseguido por el trote eufórico de Bacon. Se acercó al puente de Espinosa donde debía aparecer la sirena; quedó varado en su antepecho, observando el riachuelo de agua verde que corría bajo sus ojos, y que apenas tenía profundidad para albergar a unos finos pececitos transparentes que menudeaban en la corriente. “Una sirena en el Darro, vaya ocurrencia...” pensó Lapso. “Creo que el pobre Eugenio se siente solo. Podría regalarle una mascota”. Cuando se acercaba la hora en punto, se dirigió al final del puente, se descolgó por la pared de piedra húmeda con dificultad, cargando a Bacon bajo el brazo, y se ocultó en la sombra bajo el arco. Al cabo de unos minutos escuchó el repiqueteo de unos tacones en la piedra. Los pasos se detuvieron justo sobre su cabeza. Un perfume a sargazo, verdina y piel líquida de anfibio inundó su escondite. Preparó la redecilla y el cubo, en el que recogió un poco de agua del Darro; fijó la vista en aquel muro por el que había bajado él, esperando ver aparecer los pies de la mujer cuando, ante sus ojos, pasó un rayo naranja que fue a perderse en el agua con una salpicadura. Bacon ladró, se acercó al lugar en el que había caído el objeto, Lapso fue tras él: allí, en el río de apenas dos palmos de profundidad, nadaba un pez redondeado, naranja, con aletas que se espaciaban hasta formar largas membranas, ondeando en la corriente como retales de seda. El pez los miró desde el otro lado del espejo vivo del agua —Lapso juraría que había visto algo parecido a la alarma atravesar sus inmensas pupilas negras— y se lanzó rio arriba en un aleteo frenético.
Lapso corrió tras la mujer-pez con la redecilla en alto, paralelo a la corriente, evitando los troncos de los árboles que surgían de la oscuridad del cauce. Introdujo la redecilla en el agua en un par de ocasiones, pero el pez naranja saltaba por encima con una agilidad desconcertante, como burlándose de sus intentos por capturarlo. Pasaron bajo el arco ruinoso del Puente del Cadí; las luces del Paseo se volvían cada vez más tenues, la ribera crecía selvática a su alrededor. Lapso, desesperado, se metió en el agua, que le llegaba por los tobillos; trató de cerrarle el paso con el cubo, pero el pez volvió atrás y rodeó sus pies, haciéndole caer de culo en el fango de la orilla. Incrédulo, vio como el pez asomaba su perfil a la superficie y le guiñaba un ojo, o eso le pareció en la oscuridad verde del cauce. No se dio cuenta de que, en una rama que pasaba sobre el riachuelo, se removía una sombra desprendida de la noche: un gato que se relamía los bigotes, con la mirada amarilla fija en el resplandor de las escamas. Lapso gritó a la vez que el gato saltaba al agua y atrapaba al pez entre sus patas. Intentó detenerlo, pero el animal huyó con la hipotética sirena en la boca. Bacon, que había visto al gato, lo persiguió ladrando, y todos se perdieron entre la maleza.


Empapado de barro y agua, Lapso avanzó penosamente siguiendo el rio hasta que se encontró a Bacon que lo esperaba en un recodo con aire triste. No había rastro del gato ni del pez. Abatidos, atacados de escalofríos, subieron los dos de vuelta a la calle, ya a la altura del Puente del Aljibillo. Mientras volvía hacia la casa de su amigo, pensaba: “no puedo decirle a Eugenio que la sirena ha acabado devorada... Algo tendré que inventarme” cuando, a mitad de camino, se fijó en una mujer que se acercaba en dirección opuesta. Era alta, pelirroja, llevaba un vestido de fiesta azul marino, tacones que repicaban en el adoquinado, y un bolso oscilando en su antebrazo. Cuando se cruzaron, vio que ella también estaba empapada y le sonreía misteriosamente. Se dio la vuelta: no podía asegurarlo, pero habría jurado que del bolso de la mujer asomaba a cola negra, inerte, de un gato.
Eugenio lo esperaba a la puerta de su apartamento, expectante. Lapso apareció cargado con el cubo lleno de agua. El biólogo se lanzó a su encuentro, se lo arrancó de las manos.
—¿La has traído? ¿Verdaderamente era una sirena?
Su gesto se torció al ver que en el fondo del cubo flotaba, perezosamente, una nube de pececitos traslúcidos. Levantó la cabeza, confuso.
—La sirena se me ha escapado, Eugenio —dijo Lapso—. Pero te traigo estos peces para que los mantengas vigilados. Podrías encontrarte con una colonia de tritones entre manos.
Se despidió de su amigo y salió de vuelta a su casa, contento. Aunque no hubiese resuelto el asunto de la sirena, ahora él tenía una leyenda más para su colección, y Eugenio una ocupación con la que distraerse de la soledad.
