
Cuando vio aparecer a Sol en la Plaza Fortuny, caminando directamente hacia su mesa en la terraza del bar La Tertulia, Lapso dejó caer el trozo de tostada que se llevaba a la boca en el abismo negro de su café. Desde el asunto del bibliófago, Lapso no había vuelto a pasar por el puesto de la Plaza de la Universidad, temía encontrarse con la mirada de Sol interrogándole sobre esa cita imposible a la luz del día, eternamente postergada. Evitaba incluso las librerías de viejo, receloso de que el recuerdo de ella pudiese asaltarlo desde las páginas amarilleadas de los libros de segunda mano. La miró boquiabierto mientras se sentaba a su lado. Dejó caer un paquete alargado, voluminoso, sobre la mesa. Empezó a hablar sin girar los ojos hacia él, clavados en la fachada desvaída de la casa con dos puertas.
—La viuda de un coleccionista oriental me ha vendido este libro. He pensado en regalártelo.
Lapso alargó las manos hacia el paquete; lo deshizo: entre los pliegues de papel negro asomó un bosque de sinuosas letras árabes extendiéndose a lo largo de varias decenas de cuartillas, atadas con cordones de tripa. Aquel papel olía a siglos. Ligeramente sonrojado, acertó a decir:
—No sé leerlo.
Sol resopló.
—¿Y cómo has podido sobrevivir, sin saber árabe, investigando leyendas en Granada?
Tomó el amasijo de cuartillas entre sus dedos, pasó las hojas con cuidado, acercándose a Lapso para que pudiera ver el texto deslizarse ante él como un mar atravesado de ondas y espumarajos. De vez en cuando surgían de entre las letras unos dibujos apresurados, de colores brumosos: un esquife con vela latina, una isla habitada por hombres pálidos y calvos, un gran pez sin ojos.
—Es un diario de viajes —explicó Sol, que iba desgranando los sonidos consignados en aquellas formas de tinta.
—Uno de los muchos que escribió el geógrafo andalusí Ahmad al-Rundi sobre sus periplos por África, Asia, Europa... Pero este es especial, único.
—¿Por qué?
—Porque este es el diario del viaje que hizo por el mar interior de Granada.
Lapso se lanzó hacia el libro, incrédulo.
—¡El mar interior! Así que verdaderamente existe...
—¿Habías oído hablar de él?
—Por supuesto, es una de las mayores leyendas de la ciudad. De vez en cuando aparece un empleado municipal que dice haber llegado, a través de conductos olvidados del alcantarillado, a un inmenso lago subterráneo del que no alcanza a ver las orillas; y otros se han asomado pozos excavados en casas abandonadas en la ribera del río, y cuentan que desde el fondo invisible les llega el rumor del oleaje, como si bajo la tierra hubiese un mar...


—En cualquier caso, un mar subterráneo no tendría mareas, ni oleaje, porque no podría afectarle la gravedad lunar —apuntó Sol. Lapso sintió una punzada cálida en el estómago.
—Bueno, podría haber otra explicación a las mareas subterráneas, quizás el movimiento de la corteza terrestre, o algún tipo de polo magnético... Pero eso ni siquiera es lo más interesante. Hay testigos que afirman haber visto extrañas personas salir de algunos aljibes, temblorosas, vestidas con harapos, que luego volvían al interior aterrorizadas; o han pescado diminutos peces sin color que aparecen, no se sabe como, flotando en fuentes y cisternas. Peces ciegos como estos.
Y acarició la página quebradiza del diario del cartógrafo. Sol sonrió tristemente.
—Por eso quise regalarte el libro. Me recordó a ti.
—¿A mí?
La mano de ella se unió a la suya sobre el papel, formando un doloroso contraste con su piel tan blanca.
—Sí, porque tú tampoco conoces la luz del sol.
Se miraron sin saber muy bien qué decir, o si tenían que decir algo. Por fin, Lapso apartó la mano del diario.
—¿Te gustaría buscar el mar interior? —sugirió.
Ella asintió.
Subieron por la carretera de Murcia hasta el aljibe de San Cristóbal en el que, según los testimonios que Lapso había ido reuniendo a lo largo de los años —fotografías desenfocadas y relatos contradictorios, en su mayor parte— , habían tenido lugar la mayoría de las apariciones de figuras pálidas y peces ciegos.
“Además”, señaló Sol, “Al-Rundi cuenta que usó ese aljibe, que entonces se llamaba de la Shari’a, para llegar al mar subterráneo”. A la espalda de la iglesia de San Cristóbal encontraron la entrada al aljibe con unas escaleras que se hundían, devoradas por el verdín, varios metros bajo el nivel de la calle. Bajaron los escalones de piedra hasta la portezuela metálica del aljibe; descorrieron el cerrojo, que no tenía candado, y se asomaron al interior: les golpeó el olor húmedo de la oscuridad y el eco del agua quieta, como de cristal. Sol encendió una linterna. En una tapia junto al depósito se abría un agujero, lo bastante grande para que una persona pasara a gatas, por el que entraba un aire helado. “Esa debe ser la galería que utilizó Al-Rundi para llegar al mar”, dijo Sol. Lapso tomó la linterna y entró el primero en el túnel de tierra que se abría al otro lado, espantando a su paso una alfombra viva de cucarachas, escarabajos y miriápodos. Se volvió hacia Sol, intentando aparentar tranquilidad ante el cosquilleo enloquecedor de cientos de patitas finas que se colaban por sus mangas y pantalones, que paseaban sobre su cuerpo como por un inmenso planeta de piel; le preguntó:


—¿Estás bien?
Ella recogió en su palma a una larga escolopendra. Sonrió.
—¿Lo dices por estos chiquitines? No te preocupes, me encantan.
Se arrastraron por el túnel durante minutos largos, quizá horas. Al principio todavía eran capaces de escuchar el ruido de los caminantes que poblaban las calles, cada vez más lejanas, sobre sus cabezas. Al cabo de un rato solo sentían una vibración que sacudía la tierra al pasar de un coche; después todo fue silencio, el abrazo mudo de la tierra en todas direcciones. En cierto momento se detuvieron, agotados, a descansar. Tumbados a lo largo de la galería, con la linterna apagada para ahorrar pilas, se mimetizaron con aquel mundo de sombra y roca. Eran puro pensamiento flotando en el vacío, un par de respiraciones tenues en la litosfera. Cuando volvieron a ponerse en marcha, notaron que las paredes del túnel se ensanchaban, y al poco pudieron ponerse de pie. La linterna ya solo alcanzaba a iluminar los vértices de inmensas estalactitas pendientes de un techo invisible. Se encontraban en una gruta inmensa. Se escuchó de improviso un chapoteo, el grito alegre de Sol: habían encontrado la orilla del mar.
Pasearon junto a la línea del agua que se extendía, estática y helada, hasta distancias inimaginables, fundiéndose con la tiniebla. Sus pies se hundían en la arena negra de la orilla con un crujido amable. Sol revisó las páginas de los diarios, que todavía llevaba consigo.
—Ahmad al-Rundi cuenta que construyó una balsa con madera que hizo traer de la superficie. Tras días de viaje a través de la oscuridad, arribó a una isla habitada por hombres ciegos que cazaban ballenas ciegas, vivían en casas construidas con sus grandes huesos y desconocían la luz. El mundo visible no existía para ellos, no podían entender lo que significaba “ver”. Su universo estaba comprimido por el olfato, el oído y el tacto. Al-Rundi quiso convencer a varios de que lo acompañasen a la superficie, pero se negaron violentamente. Para ellos no podía existir esa cosa que el geógrafo llamaba “superficie”.
—¿Qué sucedió luego?
—Los subterráneos le dijeron que, a muchas semanas de viaje en barco, existía un reino de hombres sabios que vivían en grandes palacios hechos de roca dura y lisa, y construían máquinas que excavaban en la tierra. Después, al-Rundi desbarra durante varias páginas teorizando que esos hombres sabios deben ser supervivientes de la Atlántida, escapados de la hecatombe que destruyó su civilización, y que viven en grandes palacios de diamante. Intentó alcanzar a los supuestos atlantes, pero un monstruo marino destruyó su barquichuela, y tras días de vagar a la deriva, un remolino lo succionó y expulsó por un manantial de las Alpujarras.
Lapso vio algo que brillaba entre la arena: era una extraña concha translúcida. Se la mostró a Sol, que observó deslumbrada la espiral en la que había vivido antaño la criatura de la concha.
—No sabemos si habrá ballenas— Lapso señaló al agua sin límites—, pero está claro que existe vida aquí.
Se sentaron en una roca a observar la masa de agua inmóvil. Lapso apagó la linterna, y al poco tiempo comenzaron a encenderse a su alrededor decenas de puntos de luz, formando una constelación móvil que flotaba en el agua e invadía la playa negra. Eran pequeños moluscos brillantes, pálidos, que arrastraban sus cuerpos enroscados en conchas cristalinas. Lapso sintió la mano de Sol que aferraba la suya: “son bioluminiscentes”, susurró, “como los peces abisales”. Se quedaron muy quietos, conteniendo la respiración, mientras los animales luminosos los rodeaban y escalaban lentamente sus piernas.


Durante horas exploraron juntos la orilla de aquel mar improbable, que quizás fuese tan solo una laguna agrandada por la oscuridad. Arrojaron piedras al agua, llamaron a gritos a los hombres subterráneos, sin resultado. Al cabo, encontraron una galería ascendente. La siguieron trabajosamente, mientras las paredes del túnel decrecían y se apretaban cada vez más contra sus cuerpos, a la vez que se volvían húmedas y blandas como una larga garganta. Por fin, Lapso escuchó la voz de Sol que decía: “aquí hay una trampilla”, y chocaba sus nudillos contra una superficie a la que arrancó un eco metálico. “Tiene un cerrojo...” comenzó, pero una tromba de agua se tragó sus palabras. A duras penas consiguieron salir a la superficie, y al asomarse al exterior se dieron cuenta de que estaban en el fondo de un estanque rectangular, sobre el que se habían posado los nenúfares como alas desprovistas de pronto de aire. Una culebra se retorcía, confusa, entre el fango y la verdina. Sol y Lapso, empapados, se auparon hasta el borde del estanque. Al otro lado de un muro de setos vieron las torres de la Alhambra, iluminadas, y frente a ellos la colina del Albaicín con su cascada de casas blancas. Lapso tosió un poco de agua verde; dijo:
—Estamos en el Generalife.
Recorrieron los jardines vacíos, llenos con los sonidos inhumanos de la noche. Tuvieron que saltar la puerta de acceso para los visitantes, cerrada a esas horas. Allí se despidieron.
—Podríamos vernos alguna otra noche en La Tertulia para un desayuno tardío.
Sol esbozó una sonrisa triste.
—Por las noches trabajo en mi puesto. No puedo tomarme vacaciones todos los días...
Lapso asintió, flotó entre ellos un silencio pleno de entendimiento. Justo antes de marcharse, Sol se detuvo, sacó de debajo de su abrigo el diario de Al-Rundi, algo deteriorado por el agua.
—Se me olvidaba dejarte tu regalo. Y esto. Lo encontré antes en la playa.
Lapso recogió las páginas. Sobre la primera había un pequeño anzuelo blanco y suave, quizás tallado en el hueso de una ballena ciega.
