
Tras varias semanas de ver como, cada noche, la ventana del ático se llenaba de una luz verde parecida a la de ciertos anfibios fosforescentes de Sumatra, Lapso empezó a sospechar que la casa nº 9 de la calle Alamillos estaba encantada. Se trataba de una curiosa mansión de corte clásico, impuesta, como caída del cielo, entre las casas blancas y achaparradas del Realejo, separada de la calle por una balaustrada. La fachada ennegrecida, sus balcones señoriales y el ático con tejado a dos aguas, en cuyo vértice anidaba un gallo de escayola, le daban un aspecto de palacio victoriano, o lápida, que acrecentaba las sospechas de Lapso. Después de preguntar a algunos vecinos que confirmaron la aparición de luces misteriosas y una silueta humanoide que atravesaba los ventanales, decidió investigar a fondo: contactó con su antiguo cliente, el señor Muñoz, que casualmente trabajaba en el registro catastral de la ciudad. El hombre, visiblemente repuesto de su aventura con un supuesto reflejo maligno, le dio todos los datos que buscaba. La casa había sido construida en el año 1900, y registrada a nombre de un tal M. Abando Mendoza. A pesar del aparente abandono en que se encontraba, los impuestos correspondientes seguían siendo satisfechos puntualmente por un fondo de inversiones extranjero. Lapso extenuó los archivos municipales y eclesiásticos, a sus confidentes del submundo granadino, pero no pudo conseguir más señas de M. Abando, ni nacionalidad, ni fecha de nacimiento o defunción.
La noche elegida, Lapso esperaba en la sombra de una farola apagada, frente a la verja del nº 9. Daba vueltas a una ganzúa en el bolsillo de su gabardina, con una mano, y con la otra aferraba el Manual de protección contra apariciones, espectros y larvas de Thomas Carnacki. Cuando vio llenarse de luz tóxica la ventana del ático, bajo el canto petrificado del gallo de escayola, Lapso se dirigió a la entrada de la casa. Superó fácilmente el candado que cerraba la verja, subió las escaleras de la balaustrada y se ocupó de la puerta frontal. No hizo falta más que un ligero empujón: la madera solo estaba encajada en el marco. Un chirrido gótico, inevitable, lo invitó a pasar al vestíbulo envuelto en polvo. Sacó una linternita a pilas de la gabardina y alumbró el pasillo que se hundía, como una noche angosta, en el interior de la casa. Las paredes estaban adornadas con un papel pintado que había adquirido el tono y la consistencia del alquitrán, con espejos opacos y viejas fotografías devoradas por la bruma de los años.
Al llegar al salón chocó contra una mesa larga sobre la que trastabillaron pesados candelabros de plata, todos apagados. Sobre el mantel blanco, apolillado, encontró solo un plato vacío, cubiertos para uno, y unos extraños brazos articulados que sostenían una copa de cristal fino. Intrigado, se demoró en investigar aquellas extremidades hechas con tubos de hojalata e hilo, controlados por un complicado mecanismo de poleas. Siguió el curso de los hilos con la linterna, descubrió que se extendían y entrecruzaban por el techo y las paredes formando una tupida jungla de transmisión de movimientos.


Llegó a la cocina: junto al fregadero de bronce, que goteaba estruendosamente, y la chimenea —no parecía que nadie hubiese remodelado el mobiliario desde el 1900— encontró más brazos articulados y una especie de taburete con ruedas, que llegaba a la altura del fregadero, con unas singulares sujeciones de cuero que le recordaron a un diminuto cinturón de seguridad. Cada vez más confundido, se dirigió a las escaleras de mármol, con pasamanos de hierro y madera, que subía a la segunda planta. No vio el pequeño montacargas que colgaba en el hueco de la escalera, todavía oscilando levemente. Atravesó la primera planta sin prestar atención a los retratos umbrosos, las estatuas criselefantinas, los relojes y juegos de té amortajados de telarañas. Buscaba la escalerilla que conducía al ático. Se detuvo en el límite del resplandor verde que caía sobre los escalones; arriba se escuchaban los golpes y las risas artificiales de una película. Apagó la linterna, se desabrochó los zapatos; apoyando su peso entre las manos y los pies comenzó a subir, intentando con todas sus fuerzas no hacer crujir la madera vieja y espantar a la aparición. Al llegar a la puerta del ático se asomó al interior: desde un sillón de respaldo alto, arrasada por la luz fantasmagórica de un televisor arcaico, una mujer miraba, abstraída, la pantalla en la que se sucedían las formas cambiantes de la ficción. Lapso la estudió con detenimiento; no era joven, aunque apenas empezaban a aparecerle unas ligeras arrugas bajo los ojos, en los vértices de sus labios. Estaba vestida con una túnica de seda negra que la tapaba desde el cuello. En cualquier caso, no parecía que fuese un fantasma. Carraspeó, dando un paso en el interior de la habitación. La mujer separó los ojos del televisor, y gritó. Lapso, amedrentado, levantó los brazos.
—No se preocupe, señora. Me llamo Lapso Martínez, soy investigador de leyendas. Me encuentro en medio de una investigación...
Hicieron falta varios minutos de explicaciones y excusas hasta que dejó de gritar. La mujer, más tranquila pero todavía escéptica, arqueó las cejas. No movió otro músculo, hundida en la profundidad del sillón.
—¿Qué se cree usted? ¿Cómo ha entrado en mi casa? —inquirió.
Lapso empezaba a sentirse ridículo. Un calor intenso subió hasta sus mejillas.
—Discúlpeme, pensé que la casa estaba abandonada. Y encantada.
Pareció que ella sonreía. Cuando rió, Lapso pudo por fin relajarse.
—¿Encantada? —preguntó ella, todavía ahogada por la risa —¿Se refiere a fantasmas?
Él asintió.


—Veía las luces del ático, pregunté a los vecinos...
—Es cierto que salgo poco. Tengo ciertos problemas de movilidad y claro, paso mucho tiempo en casa —dijo la mujer, quizás algo apurada —. Pero de ahí a tomarme por un fantasma...
—Lo lamento... Perdone, ¿cómo se llama?
—Mariana —respondió, girando la barbilla. Añadió, con tono despreocupado y un brillo perverso en los ojos —: No se nada de fantasmas pero, según tengo entendido, la anterior dueña de la casa, la que la hizo construir, tuvo tratos con el diablo.
—¿Con el diablo? —Lapso buscó un lugar en el que sentarse. La mujer le indicó con la cabeza un lejano taburete. Él lo acercó, abrió su cuaderno de notas sobre las rodillas, desterrando a sus bolsillos el tomo de Carnacki, que ya no iba a necesitar —. Cuénteme todo lo que sepa.
Mariana empezó a hablar, con una sonrisa que dejaba al descubierto la doble hilera de sus dientes blanquísimos.
“Un ignorante podría pensar que, en efecto, no se trataba más que de una mosca, posada por casualidad en el centro exacto del pentagrama. Pero ella no era una ignorante. Los seres de sombra carecen de una forma definida, cambian con la rapidez y la libertad del pensamiento. Y éste, ella podía sentirlo, era un ser poderoso, malvado. Un demonio. No se acobardó, y pudo comenzar entonces el regateo habitual, peligrosísimo: en principio le pidió vida y riqueza eternas. La mosca, mediante la escritura de su vuelo, le hizo saber que pedía demasiado. Le ofreció cien años, después de lo cual tendría que entregarle su alma. La mujer ya se esperaba algo así. Respondió: ‘¿Solo cien años a cambio de una eternidad de oscuridad y torturas? Es un timo’. La mosca quedó suspendida en el aire, dubitativa. Al cabo lanzó una contraoferta: tendría un siglo de juventud, fortuna y poder, y todo lo que pedía a cambio era su cuerpo, una vez se cumpliese el plazo acordado. La bruja sopesó la oferta; era todo lo que había querido, y cuando le llegase la hora solo tendría que entregar un cuerpo que, de todas formas, no le iba a servir de nada al morir. Su alma sería libre. Aceptó sin dudarlo un segundo más. La mosca se posó en una hoja de papel que entró flotando por el ventanal abierto, la mujer tomó una estilográfica y firmó allí, antes de que una corriente volviese a llevárselo a lo profundo de la noche, junto con la mosca”.
“Transcurrió un siglo de juventud, riqueza, libertad sin límites. La mujer no había contado, sin embargo, con la mente perversa e imaginativa de los demonios. Al llegar el día pactado, esperaba tranquila al diablo, que volvió a presentarse, esta vez con la forma de un sapo reluciente de veneno. Le dijo: ‘He venido a por tu cuerpo’, y sin más se lo arrancó, dejando sola la cabeza y al alma de la mujer atrapada en ella. El sapo volvió al infierno con el cuerpo a rastras, riendo histéricamente, al modo de los demonios. Desde entonces la mujer, recluida en la cárcel de su cráneo, trata de ocultarse de una humanidad que querría aprender de ella, lo que es imposible, o destruirla, lo cual no le conviene en absoluto, y sobrevive como puede. Dedica mucho tiempo al pensamiento, oculta en alguna gruta, o eso dicen”.


Cuando terminó su historia, Mariana lo miró de reojo.
—¿Qué opina?
Lapso dejó escapar un largo suspiro, mientras revisaba las notas que había estado tomando.
—Es una leyenda de estructura clásica: la persona con conocimientos prohibidos, el contacto con un ser de ese “otro lado” del que hablan todas las mitologías, el castigo irónico... Me gusta lo retorcido de este demonio en particular, me recuerda a un diablo enamorado sobre el que leí en una ocasión. Pero la cuestión principal es: ¿tiene pruebas de que verdaderamente sucedió?
Mariana señaló con la cabeza a un secreter al otro lado de la habitación, que parecía alargarse con el paso de los minutos.
—Cuando me mudé encontré muchas fotografías y apuntes, allí.
Lapso fue hacia el mueble, cerrado con una llave diminuta. En el interior encontró una pila en la que se sucedían, ordenadas en una cronología de cien años, las fotografías de estudio en tono sepia, en blanco y negro que mutaba hacia esa textura porosa de los comienzos del color, hasta llegar a la nitidez plástica de lo digital. En todas aparecía un mismo cuerpo de mujer que atravesaba las épocas y las modas, y del que alguien había recortado la cabeza en cada una de las imágenes. Lapso repasó aquel estruendoso vacío repetido en todas las posturas y escenarios posibles.
Al apartar la última fotografía, se encontró con un pliego de papel en el que se extendía, con un detallismo barroco, el croquis del sistema de poleas y ganchos que había visto materializado en la casa, de las manos articuladas que reposaban en la mesa del comedor. Escuchó un chirrido metálico a su espalda, el roce de una tela que ondeaba en el aire; Lapso se dio la vuelta: Mariana había desaparecido del sofá. Bajó corriendo las escaleras, en las que resonaba el quejido agudo de una cuerda deslizándose en una polea, y luego unas ruedas... Registró cada habitación de arriba abajo, llamando a Mariana a voces. No la encontró.
Durante semanas, Lapso volvió cada noche a vigilar el nº 9 de la calle Alamillos. Ninguna ventana de la casa volvió nunca a iluminarse.
