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Taracea granadina: el origen de las pequeñas constelaciones de madera que pueblan La Alhambra
Un viaje por la historia, la artesanía y la sensibilidad estética que han convertido la taracea en uno de los signos más íntimos de Granada.
Cuando entras en La Alhambra, la primera cosa que te golpea no es solo la luz que se desliza por los patios, ni el rumor del agua que acompaña cada paso. Es algo más silencioso, más íntimo: esas pequeñas constelaciones de madera que aparecen en puertas, muebles, artesonados y rincones que casi pasan desapercibidos. Te acercas, miras de nuevo y descubres que no son meros dibujos: son incrustaciones diminutas, ensambladas una a una con paciencia artesana: es la taracea granadina, uno de los lenguajes secretos de la ciudad.
La palabra “taracea” procede del árabe tarsí, incrustación, y lleva siglos viajando por culturas y territorios hasta encontrar en Granada su lugar definitivo. Lo que hoy contemplas en La Alhambra hunde sus raíces en la tradición sirio-musulmana que llegó a la península en el siglo VIII y que, con el paso del tiempo, encontró en el arte nazarí su momento de mayor esplendor.
Basta observar las piezas conservadas en el Museo de La Alhambra para entenderlo: la famosa jamuga revestida de maderas finas, plata y marfil; el tablero de ajedrez de los siglos XIV y XV cuyos laterales muestran estrellas cuidadosamente ensambladas; o las puertas procedentes de la Casa de los Infantes, donde cada cara revela un diseño diferente, como si cada una guardara un estado de ánimo del artesano que la creó.

La taracea en el corazón del arte nazarí
La taracea granadina fue, durante aquellos siglos, un signo de distinción. No decoraba solo muebles o cofres: convertía objetos cotidianos en piezas dignas de una corte. En las salas palatinas, en los artesonados, en los enseres domésticos de los dignatarios, esta técnica se desplegaba como un tejido luminoso que contrastaba con la sobriedad de la madera base. Lo que todavía seguimos admirando no es únicamente un motivo decorativo, sino un modo de entender la belleza como una forma de precisión.
Todo empieza con un dibujo geométrico sobre el cual el artesano selecciona maderas de tonos distintos —caoba, ébano, nogal, frutales— y materiales nobles como el hueso, la plata o el nácar. Cada fragmento se corta con extremo cuidado, sin prisa. Las piezas se insertan en la base rebajada, encajan como si fueran fragmentos de un puzzle que solo cobra sentido al final, cuando se pulen las superficies y aparece la profundidad del diseño.
Con el paso del tiempo, la taracea salió de los palacios y se extendió por los talleres moriscos de toda la península. Tras 1492, siguió viva y se fusionó con nuevas sensibilidades, como la estética cartujana, incorporando motivos vegetales o incluso figurativos. Pero fue Granada —su Alhambra, su Albayzín, sus artesanos— la que se convirtió en el epicentro de esta técnica. De hecho, a partir del siglo XVI, los motivos geométricos empezaron a conocerse como “taracea a la granadina”, una prueba de identidad estética que perdura todavía hoy.
A lo largo de los siglos, esta artesanía ha vivido momentos de prosperidad y otros de casi desaparición. Hubo épocas en las que no había casa acomodada sin un bargueño de taracea, y bodas donde regalar una caja incrustada era símbolo de estatus. En los siglos XIX y XX, talleres como el de la familia Molero marcaron época, formando generaciones de artesanos y enviando muebles a medio mundo, desde palacios árabes hasta colecciones privadas.

La resistencia a los tiempos que cambian
Hoy, su historia encarna, al mismo tiempo, la fragilidad y el orgullo de este antiguo oficio. En La Alhambra sobreviven talleres que mantienen viva la técnica, como el de la familia Laguna, que trabaja literalmente a unos pasos de la sala donde se guardan las piezas nazaríes. Allí, día tras día, los visitantes ven cómo una nueva constelación de madera cobra forma sobre un banco de trabajo, recordándonos que este arte no pertenece solo al pasado.
En calles como la Cuesta de Gomérez también quedan artesanos que resisten, algunos de edad avanzada, otros con un futuro por descubrir. Fabrican tableros, cajas, pequeñas piezas que atraen a turistas de todo el mundo. El mercado ha cambiado, la competencia industrial crece, y aun así la esencia se mantiene: una técnica milenaria que exige tiempo, destreza y una sensibilidad que no se improvisa.
La taracea granadina es, y siempre ha sido, una celebración del detalle. Quizá por eso conecta tan bien con una forma concreta de mirar y de vivir. En un mundo que corre, esta artesanía te obliga a detenerte. A observar cómo una línea se convierte en estrella, cómo una estrella se multiplica, cómo el conjunto forma un orden secreto. Y también recuerda otro principio: lo que se hace con calma suele perdurar.
Por eso, cuando Cervezas Alhambra habla de contemplación y atención al detalle, muchos granadinos piensan en estas incrustaciones antiguas que, desde hace siglos, decoran la ciudad como si fueran su latido silencioso. La taracea no es solo un arte: es una manera de vivir que en Granada tiene la textura cálida de la madera y el brillo de una constelación.
Imágenes I Unsplash, Pxhere
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