Despejar la mente, inspirarse, encontrarse con uno mismo, dejar volar la imaginación, soñar despiertos, redescubrir rincones, observar la ciudad desde otra perspectiva...
Por Eva Gracia
Parece mentira que algo tan simple como caminar pueda ser una ventana a tantas sensaciones y experiencias. Pasear es terapéutico, nos sirve para desconectar (de las pantallas, las tareas o la rutina) y reconectar con nuestra cabeza y corazón.
Pero parecía que habíamos olvidado el encanto de caminar. Que en un mundo de prisas no encontrábamos hueco para este placer atemporal, nuestro particular termómetro de las estaciones. Y, entonces, tuvimos que dejar de pasear. Y lo echamos de menos más que nunca.
Ahora volvemos a reencontrarnos con el camino, algunos de manera tímida, otros con entusiasmo y fervor. Lo recorremos con esperanza e ilusión, deseando poder transitarlo siempre. Y volvemos a valorar el arte de pasear.

Andar no es un arte tan vistoso como la pintura o la gastronomía; es un arte de exterior que se vive de puertas hacia dentro, que plasma su huella en nuestro cerebro, nuestro cuerpo y nuestra imaginación. Caminar en soledad es un acto de hedonismo, de disfrute personal, que nos permite detenernos en aquello que otras veces pasa desapercibido a nuestros ojos, como los colores de la primavera que ya ha brotado; a nuestro olfato, como los olores de esas bellas flores; a nuestro oído, como el canto de esos pajarillos que se hacen un hueco entre el paisaje sonoro de la ciudad.
Salir a pasear es la ocasión perfecta para parar, como nos invita a hacer Cervezas Alhambra, dejar que nuestros sentidos cobren vida, nos marquen el camino, nos vuelvan a descubrir esas baldosas que hemos pisado mil y una veces como si fueran nuevas, una senda a la aventura inexplorada. Es en ese momento cuando nos sentimos auténticos artistas del paseo.
El encanto romántico del paseo
El paseo, como concepto, está trufado de romanticismo. Del romanticismo que reside en caminar en conversación con uno mismo, pero también de aquel que se halla en andar con alguien en silencio, sin atisbo de incomodidad, en plenitud y con una fina e inigualable conexión.
Y tanto esa versión del caminar más romántico como aquella otra más centrada en la cotidianidad, ambas han servido de inspiración y contexto para artistas de todas las épocas. El paseo es prácticamente un subgénero, especialmente en la pintura.
¿Cómo olvidar el ‘Paseo a orillas del mar’, de Sorolla, con esas elegantes mujeres vestidas de blanco y caminando junto al Mediterráneo?
Al observar este cuadro prácticamente se puede sentir la brisa marina que las rozaba a ellas, una brisa (y unas caminatas a orillas del mar) que hemos anhelado pero que, a cada segundo que pasa, se acercan de nuevo a nuestra realidad.

‘El paseo’ es el título de una de las obras más recordadas de Claude Monet: una mujer camina junto a un niño mientras observa al espectador con su sombrilla en la mano y su rostro fundiéndose con las nubes. Puro ejemplo del impresionismo, de sus pinceladas difusas, pero no por ello menos expresivas.
Hay paseos (o, al menos, pinturas sobre paseos) que nos dan ganas de viajar, de caminar por otras ciudades, de recorrer el mundo manteniendo el pulso de ese andar placentero, reflexivo y calmado. Un ejemplo es ‘Paseo a orillas del Sena cerca de Asnières’, de Van Gogh, un retrato inusual del río que atraviesa París. Se trata de una obra que el pintor no llegó a acabar, pero que, aun así, conserva un halo bucólico e inspirador.
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Paseos de cine
Ese halo de romanticismo también ha impregnado los paseos en el cine. Como en la película ‘Medianoche en París’, de Woody Allen, en la que el protagonista, encarnado por Owen Wilson, recorre la capital francesa en un paseo… cuando se topa con un carruaje que lo lleva de viaje a los años 20.
El cineasta neoyorquino es devoto de las escenas de paseos, en las que sus protagonistas caminan sin destino y con el único objetivo de disfrutar. ‘Un día de lluvia en Nueva York’ es otro ejemplo: en ella, ni el aguacero merma las ganas del protagonista de caminar, pues encuentra en ese acto algo simbólico, tranquilizador.
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Otro inolvidable paseo es el del personaje de Eduardo Noriega en ‘Abre los ojos’. La sobrecogedora e inverosímil escena en la que el protagonista recorre la Gran Vía de Madrid totalmente desierta nos resultaba cosa de otro mundo... hasta hace solo unos meses.
En adelante, volver a recorrer la espina dorsal de la capital nos emocionará como nunca.
‘Un paseo para recordar’ convierte a la propia caminata en hilo conductor de la historia. ‘La gran belleza’, de Paolo Sorrentino, contiene un paseo más bien conceptual, por una sorprendente faceta de la sociedad romana. Y ‘Vacaciones en Roma’, con una maravillosa Audrey Hepburn, traza un recorrido por la capital italiana cargado de inocencia, de amor y de historia. El cine, casi siempre de manera sutil, ha sabido observar el arte del paseo desde las más diversas perspectivas.
El paseo y la literatura
Del mismo modo que el arte de caminar ha conquistado a la pintura, también ha hecho lo propio con la literatura. Y en ello tiene mucho que ver el espíritu de los flâneurs, un término acuñado por Baudelaire para hacer referencia a aquellos hombres que conquistaron las ciudades a golpe de paseos sin rumbo.

El concepto habla de un andar atento, con una mirada que observa texturas, colores y sutilezas. De un caminante que redescubre el mundo prestando atención a los detalles, algo enraizado en la filosofía de Cervezas Alhambra, que también hace del cuidado del detalle su seña de identidad, su distinción. Es algo que se refleja en el vidrio que guarda sus elaboraciones, pero también en la sedosidad de una Alhambra Reserva 1925 o en el carácter innovador de Las Numeradas.
También existieron las flâneuses, mujeres que hicieron suyas las calles a través de sus paseos y que, así, recorrieron un camino nuevo del que hasta entonces se las había privado. ‘La revolución de las flâneuses’, un ensayo de Anna María Iglesia, repasa y reivindica su historia.
Pero la ligazón de la literatura y el paseo no se queda ahí: ‘Elogio del caminar’, del sociólogo David Le Breton, incide en la idea de que ser caminante es una manera de estar en el mundo.
Y, al leer la palabra caminante, nuestra mente no puede evitar repasar el poema de Antonio Machado, así como aquella versión que cantó Joan Manuel Serrat y que sigue erizándonos la piel como la primera vez.
‘Paseos por Berlín’ retrata una ciudad que existió durante apenas unos años: el Berlín feliz de los años 20, cosmopolita, moderno y rebosante de cultura, ajeno a la historia que aún tenía que escribir. ‘Un andar solitario entre la gente’ del brillante Antonio Muñoz Molina, nos presenta a un caminante que guarda y memoriza cualquier detalle que le atrae en sus paseos.

Pero, en el fondo, va mucho más allá: nos habla del encanto de escuchar conversaciones a medias e imaginarse su origen y continuidad; de fantasear con quién vivirá en ese precioso edificio; de sorprenderse con un anuncio en una pared e idear la historia de quien lo pegó ahí; de apuntar ese sitio nuevo al que acudir con amigos, en pareja o en soledad a disfrutar de una Alhambra Reserva 1925 fría, recién abierta y con sus burbujas atravesando nuestra garganta.
En ‘Lugares que no quiero compartir con nadie’, la escritora Elvira Lindo sitúa el paseo como un método de evasión, pero también como la mejor manera para descubrir y redescubrir una ciudad. Escrito como primer resumen de sus años en Nueva York (el segundo llegaría con ‘Noches sin dormir’), nos descubre los rincones favoritos de Lindo, pero también algo mucho mejor: las historias que hay detrás de cada uno de esos lugares y las personas que vivieron los momentos que los hicieron inolvidables y, de algún modo, incompartibles.
Un denominador común
Amar el paseo, encontrar en él inspiración o paz mental es y ha sido el denominador común de muchos artistas, creativos y pensadores. Aristóteles ya impartía sus lecciones paseando alrededor del templo de Apolo Licio; Nietzsche señaló que “todos los grandes pensamientos, los que lo son de verdad, se conciben andando”; para Tchaikovsky, caminar todas las mañanas antes de componer era un ritual; y Steve Jobs mantenía parte de sus reuniones mientras caminaba por Palo Alto, ya que para él la concentración iba de la mano del paseo.
Pero no hace falta ser uno de ellos para practicar el arte de caminar y enamorarse de él. En silencio o con nuestra banda sonora favorita o un podcast en los auriculares; de corta o de larga duración; a paso lento o más rápido; por lugares conocidos o por conocer; con el simple objetivo de andar o como recorrido antes de reencontrarse con los amigos y brindar con una Alhambra Especial por los buenos momentos.
Como en la pintura o en la literatura, cada caminante encuentra su propio estilo de paseo.
Y lo lleva consigo allá donde va, ya sea en sus caminatas por la naturaleza o cruzando las avenidas de una de las capitales del mundo. Como decía David Le Breton, ser caminante es una manera de estar en el mundo.
Imágenes
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