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Hablando de la música, el arte de transformar notas en palabras Hablando de la música, el arte de transformar notas en palabras

Música

Hablando de la música, el arte de transformar notas en palabras

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La crónica musical: el placer de leer sobre un evento en vivo y descubrir, a través de los ojos y oídos del autor del texto, cada uno de los detalles del directo.

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Saber qué temas se interpretaron y en qué orden, ahondar en la maestría de la ejecución o compartir las emociones que la música despertó en el público. Algo a lo que los aficionados a la música están plenamente acostumbrados pero que, como todo en la historia, tuvo un punto de partida. Está claro que la literatura musical tiene casi tantos años como la música misma, pero no fue hasta 1771 que la crónica musical adoptó la forma que todos conocemos, con un lenguaje accesible y un afán divulgativo. Un glosario de datos y anécdotas sobre las estrellas de la época, quienes a menudo despertaban reacciones desmesuradas entre la audiencia que abarrotaba teatros, conventos, iglesias y plazas. Charles Burney, músico, historiador y viajero, es considerado el padre de este género y su obra ‘Viaje Musical por Francia e Italia en el siglo XVIII’, el pistoletazo de salida de una forma de contar, vivir y difundir la música que permanece intacta aún hoy en día.

Actualmente estamos más que acostumbrados a recibir un bombardeo constante de información audiovisual de todo tipo, pero en el siglo XVIII, una época en la que los estímulos culturales o de ocio eran ciertamente escasos, la asistencia a un evento musical era todo un acontecimiento social. Burney (Shrewsbury 1726 – Chelsea 1814), organista y compositor, decidió, a sus 44 años, emprender un viaje por Europa para relatar a sus coetáneos cómo se vivía la música en otros países del entorno, resolución que le convirtió en el principal historiador de la música de su tiempo en Inglaterra. Realizó numerosas paradas, admirando pinturas, edificios y esculturas, descubriendo partituras olvidadas y dejándose llevar por múltiples interpretaciones musicales de todo tipo. Pese a lo engolado y en ocasiones críptico del lenguaje de la época, Burney nos cuenta sin tapujos lo que le ha parecido cada una de sus escapadas culturales. Explica si la obra le ha resultado anodina o aburrida, si la interpretación del violinista ha mantenido la energía de la juventud pese a su avanzada edad, si la música ha resultado excesivamente atronadora para el recinto elegido o si el esfuerzo de disfrutar de un concierto mientras admiraba un Botticelli le ha causado un intenso dolor de cabeza.

Sus viajes le llevaron a coincidir con figuras como Voltaire o Mozart, a quien tuvo la oportunidad de escuchar siendo este aún un niño. De su primer encuentro, contaba que, concluida la audición, impresionante por el talento desmesurado del pequeño, este se puso a jugar a las canicas. Años después, en Italia, volvió a verle actuar cuando ya tenía 12 años y se sintió aún más conmovido por el genio de este “chico extraordinario” que ya estaba “comprometido para escribir una ópera para Milán”. Louis de Vismes, diplomático británico y corresponsal de Burney, también asistió a un recital que Mozart ofreció a los 16 años y señaló que, como recoge el autor en sus memorias, “es un ejemplo más de que la fruta temprana es más extraordinaria que excelente”. En este sentido, cabe recordar que Mozart comenzó a ofrecer conciertos con 7 años y que, para cuando llegó a la adolescencia, ya había realizado numerosas giras por las diversas cortes europeas. En resumen, un mozalbete no muy refinado, soberbio y no muy atractivo que ganaba enormes sumas de dinero y despertaba pasiones con su música. Una rockstar de la época.

La estela dejada por Burney animó a muchos a seguir sus pasos. Grandes nombres como Nat Hentoff, legendario periodista especializado en jazz, quien ha pasado a la historia por, desde la década de los 50, poner en valor el conocimiento de la cultura negra y defender el conocimiento personal de los músicos para explicar cómo se crea la música y cuáles son sus auténticos orígenes. Redactor en The New Yorker, The Washington Post, Esquire, New York Times o The Wall Street Journal, sus obras más celebradas son los cientos de reseñas que escribió para discos. Su firma puede encontrarse en numerosos textos que acompañan a álbumes de músicos de jazz, como John Coltrane, Miles Davis, Thelonius Monk o Don Cherry, en el Aretha Arrives, de Aretha Franklin, o en el ‘The Freewheelin’ de Bob Dylan.

En nuestro país, uno de los precursores de la crónica musical moderna fue José María Iñigo, periodista bilbaíno fogueado en la BBC británica quien tuvo la astucia de importar y adaptar la moda de los charts. El bigote pionero de la televisión hablada y cantada en España, condujo espacios musicales tan míticos como El Gran Musical, Último Grito, Ritmo 70, Estudio Abierto o Esta Noche… Fiesta, programa este último durante cuya emisión Lola Flores perdió su famoso pendiente.

Y no podíamos cerrar esta crónica sin citar otro de los grandes nombres del panorama español: Diego A. Manrique, ganador del Premio Nacional de Periodismo Cultural en 2014. Considerado uno de los más ácidos y agudos críticos musicales del último medio siglo, el veterano cronista burgalés, ameno hacedor de historias y solvente relator, ha sabido revisar con maestría la obra de las grandes estrellas musicales de nuestro tiempo, revelarnos discos olvidados, descubrirnos grabaciones inéditas… En definitiva, recoger el testigo que un día le legó un tal Charles Burney, nacido en Shrewsbury en 1726.

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